Chile ha avanzado mucho en materia de acceso a la educación
superior pero no en la lucha contra la desigualdad. Los jóvenes de menores
ingresos se incorporan al mundo universitario con una serie de desventajas
comparativas con quienes tienen más posibilidades económicas, no sólo en lo
relativo a conocimientos o colegio de origen, sino respecto al entorno familiar
que se requiere para poder tener buenos resultados académicos.
Hace un tiempo tuve una conversación con una joven que
ingresó a estudiar Ingeniería Civil Industrial. Era la primera en su familia en
tener esta oportunidad, es más, era la primera en su grupo de amigos y la
primera en su barrio en la universidad. Su complicación mayor no era la beca,
pues tenía cubiertos los gastos para el estudio, sino que era la falta de
comprensión por parte de su familia de los cambios que se producían al ingresar
a la universidad. Se enfrentaba a los cuestionamientos de su madre por el
tiempo que debía dedicar al estudio y que ahora “ya no ayudaba en la casa o no
cuidaba a sus hermanos”. Le complicaba también no poder apoyar económicamente
en su hogar ya que mientras se estudia “uno es sólo gasto”.
Estos casos son muy frecuentes en esta generación de
jóvenes de contextos vulnerables que acceden a la universidad y que me gusta
graficar con la figura de Atlas, el castigado titán que sostiene al mundo sobre
sus hombros y que debe además resistir el peso de la humanidad entera. Estos
jóvenes no sólo estudian, sino que lidian diariamente con familias que no
comprenden su proceso, con padres que trabajan y que dependen de ellos para el
cuidado de sus hermanos menores, con contextos marcados por la droga y el
alcoholismo, familiares enfermos o embarazos, por ejemplo. Muchos de estos
jóvenes sostienen a sus familias, se sienten responsables del bienestar
colectivo y se viven la vida de los otros como propia, siendo el sostén emocional
–y muchas veces económico- de sus
familias.
Al acceder a un nivel educativo más alto, se transforman en
referentes de su entorno socio familiar, y se ven más requeridos para tomar
decisiones o buscar soluciones a problemas que en otro contexto estarían en
manos de los padres, como la mantención directa
del hogar, por ejemplo. Es frecuente en este ámbito que los estudiantes
utilicen su beca de alimentación para comprar mercadería en el supermercado y
con eso paliar las necesidades básicas no satisfechas en sus casas.
Esta rutina pasa a ser parte integrada en sus vidas y se
vuelve transparente para ellos, impidiendo que logren apreciar cómo estas
exigencias afectan su comportamiento en otros ámbitos, como el académico o el
de las relaciones personales. Ya se acostumbraron a tener que postergarse por otros
y aprendieron a vivir con una enorme carga emocional sobre sus hombros. Ante
las exigencias, la opción de desertar aparece como una opción viable y así
destinar el tiempo completo a trabajar y generar recursos para sus hogares.
De esto se desprende la necesidad urgente de generar
espacios para que estos jóvenes puedan desplegar su potencial y para eso es
clave no dejarlos solos asumiendo que lo único que se necesita para que exista
movilidad social es tener más becas y más créditos. Tenemos que acompañarlos y
promover que se desarrollen en integralidad y así sean capaces de enfrentarse a
las dificultades con más y mejores herramientas vitales.
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